lunes, 21 de noviembre de 2011

LO ANTIGUO Y LO ÚLTIMO

Este texto de Isaac Asimov es muy querido para mí. Lo considero un homenaje al libro y lo dedico a aquéllos que auguran que las las nuevas tecnologías de la información y la comunicación harán que el libro desaparezca. La fundamentación brillantemente sólida de Isaac Asimov es para disfrutarse.

Su nombre nombre original fue Isaak Yudovich Ozimov. Nació en Rusia en 1920 y murió en los Estados Unidos en 1992. Posteriormente publicaré una breve biografía de este gran hombre.




LO ANTIGUO Y LO ÚLTIMO

Por Isaac Asimov

De: "LA TRAGEDIA DE LA LUNA". Alianza Editorial. España, 1979.


Hace unas tres semanas (de cuando esto escribo, en 1973) participé en un seminario en el estado de Nueva York, seminario que trataba de la comunicación y la sociedad. El papel que se me había asignado era pequeño, pero pasé allí cuatro días completos, por lo que tuve la oportunidad de escuchar todas las ponencias.
La primera noche de mi estancia escuché una conferencia especialmente buena, pronunciada por un caballero encantador y extraordinariamente inteligente que trabaja en el campo de las videocassette. Hizo un atractivo y, a mi modo de ver, irrefutable alegato en favor de los videocassette como representantes de la ola de comunicación del futuro, o en cualquier caso, de una de las olas.
Señaló que los programas comerciales destinados al sostenimiento de las estaciones de TV, terriblemente caras, y de los anunciantes, espantosamente ávidos, tienen necesidad absoluta de un público que se cuente por decenas de millones.
Como todos sabemos, lo único que tiene visos de complacer a 25 ó 50 millones de personas es aquello que evite cuidadosamente toda ocasión de ofensa. Cualquier cosa que añada especia o sabor ofenderá a alguien y perderá la batalla.
Lo que sobrevive, por tanto, es la insípida papilla, no porque guste, sino porque no da lugar a disgusto. (Bueno, algunos, ustedes y yo, por ejemplo, se disgustan, pero cuando los magnates de la publicidad suman el número total de ustedes y yo y otros como nosotros, la suma final les provoca accesos de risa.)
Sin embargo, los videocassette que complacen gustos especializados no venden más que contenido, y no necesitan enmascararlo con un barniz espúreo y costoso ni con la presencia de una preciada estrella del espectáculo. Láncese una videocassettes sobre estrategia de ajedrez, con símbolos de piezas que se mueven sobre un tablero, y no hará falta nada más para vender determinado número de videocassettes a un determinado número de entusiastas del ajedrez. Si se cobra lo suficiente por videocassette para cubrir los gastos de fabricación de la cinta (más un beneficio honesto) y si el número esperado de ventas se realiza, no habrá problema. Puede que haya fracasos inesperados, pero también inesperados best-sellers.
Para resumir, el negocio de videocassettes se parecerá bastante al negocio de publicación de libros.
El orador dejó este punto perfectamente en claro, y cuando dijo "el manuscrito del futuro no será una gavilla de papeles malamente escritos, sino una secuencia de imágenes cuidadosamente fotografiadas", no pude menos de incomodarme.
Puede que mi agitación me delatara, sentado como estaba en la primera fila, porque el orador añadió entonces: "Y los hombres como Isaac Asimov resultarán pasados de moda y serán reemplazados."
Naturalmente, salté y todo el mundo rió jovialmente ante la perspectiva de que me pasara de moda y fuera reemplazado.
Dos días después, el orador programado para aquella tarde telefoneó desde el otro lado del Atlántico para decir que tenía inevitablemente que quedarse en Londres, por lo que la encantadora señora que estaba a cargo del seminario vino a mí y me pidió dulcemente que sirviera de relleno.
Naturalmente, dije que no había preparado nada y, naturalmente, contestó que era bien sabido que yo no necesitaba preparación para dar una conferencia fantástica; y naturalmente, me derretí a la primera señal de adulación y, naturalmente, subí al estrado esa tarde y, naturalmente, di una conferencia fantástica (bueno, eso dijo todo mundo). Todo fue muy natural.
No me es posible contarles exactamente lo que dije porque, como todas mis charlas, ésta me la saqué de la manga; pero, si no recuerdo mal, la esencia era algo así:
Como el orador de hacía dos días había hablado de los videocassettes de TV, mostrando un cuadro muy brillante de un futuro en que los videocassettes y los satélites dominarían el panorama de las comunicaciones, me dispuse a utilizar mi experiencia en la ciencia-ficción para mirar aún más allá y ver cómo podrían mejorarse y refinarse aún más los videocassettes, haciéndolas aún más sofisticadas.
En primer lugar, los videocassettes, como el orador había demostrado, necesitaban de un aparato bastante voluminoso y caro (videocasetera) para descifrar la cinta, exponer imágenes en una pantalla de televisión y emplazar el sonido de acompañamiento en un altavoz.
Evidentemente, uno esperaría que este equipo auxiliar se fuese haciendo más pequeño, más ligero y más móvil. Y en último término que desapareciera totalmente, pasando a formar parte del videocassette mismo.
En segundo lugar, hace falta energía para convertir la información que el videocassette contiene en imagen y sonido, y esto impone un gravamen sobre el entorno. (Todo uso de energía lo impone, y aunque no podemos evitar el uso de energía, de nada vale usar más de la que necesitamos.)
Por consiguiente, podríamos esperar que la cantidad de energía requerida para traducir el videocassette decreciese. En definitiva, podríamos esperar que alcanzase un valor cero y desapareciese.
Podemos, por tanto, imaginar un videocassette que sea completamente móvil y autónomo. Aunque requiera energía en su formación, no requiere energía ni equipamiento especial para su posterior utilización. No necesita ser enchufado; no necesita cambio de pilas; podemos llevarla con nosotros a donde nos parezca más cómodo verla: en la cama, en el cuarto de baño, en un árbol, en la terraza.
Un videocassette usado en la forma habitual, produce sonido y luz. Tiene que resultarnos nítida tanto en la imagen como en el sonido; pero que de hecho de que prorrumpa en la atención de otros, que pueden no estar interesados, es un defecto. En su forma ideal, el videocassette móvil y autónomo no debiera ser vista ni oído más que por uno mismo.
Por muy sofisticados que sean los videocassettes que están ahora en el mercado, o los que puedan preverse para un futuro inmediato, todos ellos requieren controles. Hay un botón o interruptor para ponerla en marcha y apagarla, y otros para regular el color, el volumen, el brillo, el contraste y todas esas cosas. En mi visión quiero que tales controles sean accionados, en la medida de lo posible, por la voluntad.
Preveo un videocasette en la que la cinta se pare tan pronto como se aparte el ojo. Permanezca parada hasta que el ojo se pose otra vez sobre ella, momento en que inmediatamente empieza otra vez a moverse. Preveo un videocassette que haga correr la cinta rápida o lentamente, hacia adelante o hacia atrás, a saltos, o con repeticiones, completamente a voluntad.
Tendrán que admitir que un videocassette así sería un sueño futurista perfecto: autónomo, móvil, sin consumo de energía, perfectamente íntimo y en gran medida controlado por la voluntad.
¡Qué fáciles son los sueños! Seamos, pues, un poco prácticos. ¿Tiene un videocassette así posibilidad de existir? Mi respuesta es: sí, desde luego.
La siguiente pregunta es: ¿cuántos años tendremos que esperar hasta que haya un videocassette tan delirantemente perfecto?
También para eso tengo respuesta, y muy concreta. Lo tendremos en menos cinco mil años -porque lo que he estado describiendo (como quizá lo hayan adivinado) es ¡el libro!
¿Que hago trampas? ¿Te parece, oh Amable Lector, que el libro no es el videocassette definitivamente refinado, porque no presenta más que palabras, y no imagen, que las palabras sin imágenes son de alguna manera unidimensionales y divorciadas de la realidad, que no podemos esperar obtener sólo por palabras información con respecto a un universo que existe en imágenes?
Bueno, veamos. ¿Es la imagen más importante que la palabra?
Cierto es que si consideramos las actividades puramente físicas del hombre, el sentido de la vista es con mucho la forma más importante en que recoge información acerca del universo. Si se me diera a elegir entre correr a campo abierto con los ojos vendados y el oído activo, o con los ojos abiertos y el oído inactivo, usarla, desde luego, los ojos. Con los ojos cerrados no me movería sino con la mayor precaución.
Pero en algún estadio temprano de su desarrollo, el hombre inventó el habla. Aprendió a modular su respiración y a utilizar distintas modulaciones de sonido para que le sirvieran como símbolos convencionales de objetos materiales, de acciones y -lo que es mucho más importante- de abstracciones.
Finalmente aprendió a codificar sonidos modulados mediante signos que podían ser vistos por el ojo y traducidos al sonido correspondiente en el cerebro. No necesito decirle que un libro es un dispositivo que contiene lo que podríamos llamar "habla almacenada."
El habla representa la distinción más fundamental entre el hombre y todos los demás animales (con la posible excepción del delfín, que puede poseer esa facultad, pero que nunca ha puesto a punto un sistema para almacenarla).
El habla y la capacidad potencial de almacenarla no sólo diferencian al hombre de toda otra especie viviente que haya existido ahora o en el pasado, sino que también son algo que todos los hombres tienen en común. Todo grupo conocido de seres humanos, por "primitivo" que sea, puede hablar, y habla, y puede tener un lenguaje, y lo tiene. Algunos pueblos "primitivos" poseen, según creo, lenguajes muy complejos y refinados.
Además, todo ser humano, incluso los de mentalidad inferior a la normal, aprende a hablar a edad temprana.
Considerada el habla como el atributo universal de la humanidad, resulta cierto que obtenemos más información como animales sociales a través del habla, que a través de las imágenes.
La comparación no es ni siquiera dudosa. El habla y sus formas almacenadas (la palabra escrita o impresa) son una fuente tan dominante de la información que obtenemos, que sin ellas estamos perdidos.
Para ver lo que quiero decir, consideremos un programa de televisión, que de ordinario supone tanto palabra como imagen, y preguntémonos qué ocurrirá si prescindimos de una o de la otra.
Supóngase que se oscurece la imagen y se deja el sonido. ¿No se conseguirá una noción razonablemente exacta de lo que está ocurriendo? Puede haber secuencias ricas en acción y pobres en sonido que pueden dejarnos frustrados ante el oscuro silencio, pero si se previese que no íbamos a ver la imagen podrían añadirse unas cuantas lineas, y no nos perderíamos nada.
Por lo demás, la radio se las arregla con el sonido a solas. Utiliza el lenguaje y "efectos sonoros". Lo cual supone que en algunos momentos del diálogo es un poco artificial, para compensar la falta de imagen: "Allí viene Harry. ¡Oh, no ve la cáscara de plátano! ¡Oh la va a pisar! ¡Ahí va!" Pero, en líneas generales, la cosa marcha. Dudo que nadie que haya escuchado seriamente la radio, haya necesitado la imagen.
Volvamos, sin embargo, al tubo de TV. Suprimamos ahora el sonido y dejemos la imagen intacta -perfectamente enfocada y a todo color-. ¿Qué sacamos de ello? Muy poco. Ningún juego de emociones en la cara, ningún gesto apasionado, ningún truco de la cámara al enfocar aquí o allá nos va a dar más que una vaga noción de lo que está ocurriendo.
La contrapartida de la radio, que no es más que discurso y sonidos varios, es la película muda en la que sólo intervienen imágenes. Ante la ausencia de sonido y discurso, los actores tenían que "emocionar": los ojos fulgurantes; las manos en la garganta, en el aire, elevadas hacia lo alto; los dedos apuntando severamente al cielo, firmemente al suelo, airadamente a la puerta; la cámara acercándose para mostrar la cáscara de plátano en el suelo, el as en la manga, la mosca en la nariz. Y con todo ese derroche de inventiva visual en su forma más exagerada, ¿qué ocurría cada quince segundos? Detención total de la acción, y palabras proyectadas en la pantalla.
No quiere esto decir que no sea posible comunicarse de alguna forma por medio sólo de la vista -mediante el uso de imágenes plásticas-. Un mimo hábil, como Marcel Marceau, Charles Chaplin o Red Skelton, puede hacer maravillas, pero si los admiramos y aplaudimos es precisamente porque comunican tanto con un medio tan pobre.
De hecho, nos divertimos jugando a las charadas e intentando que alguien adivine alguna frase que "dramatizamos". El juego no tendría tanto éxito si no requiriese mucho ingenio, e incluso así los aficionados al juego elaboran conjuntos de señales y trucos que (sépanlo o no) se aprovechan de la mecánica del lenguaje.
Dividen palabras en sílabas, indican si una palabra es corta o larga, usan sinónimos y recurren al "suena como". En todos esos casos están usando imágenes visuales para hablar. ¿Podemos transmitir una frase tan simple como "ayer hubo una hermosa puesta de sol en rosa y verde" sin usar más que gesto y acción, y ningún truco que suponga utilización de alguna de las propiedades del lenguaje?
Cabe, cómo no, filmar una hermosa puesta de sol y remitirnos a ella. Pero eso supone una gran inversión de tecnología, y no estoy seguro de que nos diga que la puesta de sol fuera así ayer (salvo que la película utilice, como truco, calendarios, que representan una forma de lenguaje).
O considérese esto otro: las tragedias de Shakespeare fueron escritas para ser representadas. La imagen era esencial. Para conseguir su sabor pleno debemos ver a los actores y lo que están haciendo. ¿Cuánto nos perderíamos si fuéramos a Hamlet y cerráramos los ojos, limitándonos a escuchar? ¿Cuánto nos perderíamos si nos tapáramos los oídos, nos limitándonos a mirar?
Habiendo aclarado mi opinión de que un libro que consiste en palabras, y no en imágenes, pierde muy poco por su falta de estas últimas y tiene, por tanto, todo el derecho a que se lo considere como ejemplo extremadamente sofisticado de videocassettes, permítanme cambiar de tercio y utilizar un argumento aún mejor.
Lejos de carecer de imagen, un libro tiene imágenes y, lo que es más, imágenes mucho mejores, debido a que son personales, que cualquiera que pueda representarse en la televisión.
¿Cuando lee un libro interesante no le surgen imágenes en la mente? ¿Acaso no ve, con el ojo de la mente, el desarrollo de la acción?



Las imágenes son suyas. Le pertenecen, y le pertenecen sólo a usted, y son para usted infinitamente mejores que las que otros les quieren vender.
Una vez vi a Gene Kelly en "Los Tres Mosqueteros" (la única versión razonablemente fiel al libro que he visto). El duelo a espada entre, por un lado, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis y, por otro, los cinco hombres de la guardia del cardenal, que tiene lugar casi al principio de la película, era absolutamente bello. Como danza que es, disfruté no poco... Pero Gene Kelly, por mucho talento de bailarín que tenga, no se corresponde con la imagen de D'Artagnan que tengo en el ojo de la mente, y a lo largo de toda la película estuve incómodo porque violentaba a Los Tres Mosqueteros que yo llevo dentro.
No digo que un actor no pueda a veces conseguir adaptarse a nuestra propia visión. En mi mente, Sherlock Holmes es sencillamente Basil Rathbone. En la suya, sin embargo, puede que Sherlock Holmes no sea Basil Rathbone, sino Dustin Hoffman, quizá. ¿Por qué habrían de adaptarse todos nuestros millones de Sherlock Holmes a un solo Basil Rathbone?
Ya ven por qué un programa de televisión, por excelente que sea, jamás podrá dar tanto placer como un libro, ni ser tan absorbente, ni llenar un nicho tan importante en la vida de la imaginación. Al programa de televisión no necesitamos llevar más que la mente vacía, sentándonos aletargados mientras la expansión de sonido e imagen nos invade, sin solicitar para nada a la imaginación. A cualquier otro que lo vea se le embuten exactamente las mismas imágenes y sonidos. El libro, sin embargo, exige cooperación por parte del lector. Insiste en que participe en el proceso.

Y al hacerlo, le ofrece una interrelación hecha a la medida por el mismo lector para el lector mismo, medida que se adapta perfectamente a sus propias peculiaridades e idiosincrasias.
Cuando usted lee un libro, crea sus propias imágenes, crea el sonido de diversas voces, crea gestos, expresiones, emociones. Crea todo, salvo las palabras escuetas. Y si crear le confiere algún placer, el libro le ha proporcionado algo que el programa de televisión no puede.
Por lo demás, si diez mil personas leen el mismo libro al mismo tiempo, ninguna deja de crear sus propias imágenes, su propio sonido de la voz, sus propios gestos, expresiones, emociones. No será un libro, sino diez mil libros. No será sólo producto del autor, sino producto de la interacción del autor y cada uno de los lectores por separado.
¿Qué puede entonces sustituir al libro?
Admito que el libro puede ser modificado en aspectos no esenciales. Fue antaño escrito a mano; ahora se imprime. La tecnología del libro impreso ha avanzado en cientos de formas y en el futuro acaso podrá ser hojeado electrónicamente en un aparato de televisión doméstico.
En definitiva, sin embargo, ustedes se encontrarán solos ante la palabra impresa, y ¿qué puede sustituirla?
¿Acaso tomo mis deseos por realidades? ¿Será que, como vivo de los libros, no quiero aceptar el hecho de que un día se vean reemplazados? ¿No será que invento ingeniosos argumentos para consolarme?
De ninguna manera. Estoy convencido de que los libros no desaparecerán en el futuro, porque no han sido reemplazados en el pasado.
No hay duda de que el número de gente que ve la televisión es muy superior al número de los que leen libros, pero en eso no hay novedad. Los libros fueron siempre una actividad minoritaria. Antes de la televisión, y antes de la radio, y antes de cualquier cosa que quieran nombrar, poca gente leía libros.
Como dije, los libros son exigentes, y requieren actividad creativa por parte del lector. No todo el mundo, de hecho muy poca gente, está dispuesto a dar lo que se les pide, y en consecuencia, ni lee ni quiere leer. No están perdidos porque el libro no les llegue; están perdidos por naturaleza.
La verdad, para decirlo de una vez, es que el leer mismo es muy difícil. No es como hablar, cosa que cualquier niño medianamente normal aprende sin programa alguno de enseñanza consciente. La imitación que comienza al año de edad basta y sobra.
Leer, por otro lado, tiene que enseñarse con cuidado y, habitualmente, sin mucha suerte.
El problema es que nos dejamos engañar por nuestra propia definición de alfabetismo. Podemos enseñar casi a cualquiera (con tesón y tiempo bastantes) a leer señales de tráfico, a comprender instrucciones y advertencias de carteles y a descifrar titulares de periódicos. Siempre que el mensaje impreso sea corto y razonablemente simple, y grande la motivación para leerlo, casi todo el mundo es capaz de leer.
Si a eso lo llamamos alfabetización, entonces prácticamente todo norteamericano está alfabetizado. Pero si entonces se maravilla usted de que tan pocos norteamericanos lean libros, se está dejando engañar por su propio uso del término alfabetizado. Tengo entendido que el norteamericano medio, terminada su instrucción escolar, no llega a leer un libro completo al año.
Poca gente alfabetizada, en el sentido de ser capaz de leer un cartel que diga NO FUMAR, llega a familiarizarse con la palabra impresa y a sentirse lo bastante cómodo con el proceso de descifrar visualmente las pequeñas y complicadas formas que representan sonidos modulados como para disponerse a acometer cualquier labor de lectura extensa como, por ejemplo, abrirse camino a través de mil palabras consecutivas.
Tampoco creo que todo se reduzca al fracaso de nuestro sistema educativo (aunque el cielo sabe que lo es). Nadie piensa que todo niño a quien se enseñe a jugar al beisbol haya de llegar a ser un jugador consumado, ni que todo niño a quien se enseñe a tocar el piano tenga que ser un pianista de talento. En cualquier campo aceptamos la noción de que los talentos pueden fomentarse y desarrollarse, pero no crearse de la nada.
Pues bien, en mi opinión, leer es también un talento. Es una actividad muy difícil. Y les voy a decir cómo lo descubrí.
En mi adolescencia leía a veces comics, y diré, por si le interesa, que mi personaje favorito era Scrooge McDuck. En aquellos días los comics costaban diez centavos, pero, naturalmente, yo los leía gratis, cogiéndolos del quiosco de mi padre. Solía preguntarme, sin embargo, cómo se podía ser tan tonto de pagar diez centavos, cuando podía leerse todo el comic sin más que hojearlo dos minutos en el quiosco.
Un día, de camino en el Metro hacia la Universidad de Columbia, me encontré sujeto a una agarradera, en un vagón repleto, sin tener nada que leer a la mano. Afortunadamente, la adolescente sentada frente a mí estaba leyendo un comic. Menos da una piedra, así que me las arreglé para mirar desde arriba las páginas y leer al mismo tiempo que ella. (Afortunadamente, puedo leer al revés con la misma facilidad que al derecho.)
Después de unos segundos pensé ¿por qué no pasa la página? Finalmente lo hizo, pero tardaba minutos en terminar cada dos páginas; y al ver cómo sus ojos pasaban de una viñeta a otra mientras sus labios musitaban cuidadosamente las palabras, tuve un relámpago de intuición.
Lo que hacía es lo mismo que yo haría si me viera ante palabras inglesas escritas fonéticamente en alfabeto hebreo, griego o cirílico. Conociendo vagamente los respectivos alfabetos, tendría en primer lugar que reconocer cada letra, hacerla sonar, juntarlas después y reconocer luego la palabra. Después tendría que pasar a la siguiente y hacer lo propio. Finalmente, habiendo formado así varias palabras, tendría que volver atrás para tratar de combinarlas entre sí.
Puede apostar que en esas circunstancias leería muy poco. La única razón por la que leo es que cuando miro una línea impresa la veo toda como palabras, e inmediatamente.
Y la diferencia entre el lector y el no lector se va haciendo progresivamente más grande con los años. Cuanto más lee un lector, más información recoge, mayor se hace su vocabulario, más familiares le resultan las diversas alusiones literarias. Le resulta progresivamente más fácil y más divertido, mientras que al no lector se le hace cada vez más duro y le vale cada vez menos la pena.
El resultado es que hay, y siempre ha habido (sea cual sea el estado de alfabetización de una sociedad), tanto lectores como no lectores, formando los primeros una minúscula minoría de, calculo yo, menos de un 1 por 100.
He calculado que cuatrocientos mil norteamericanos han leído algunos de mis libros (de una población de doscientos millones), y se me considera, y yo mismo me considero, un escritor de éxito. Si se vendieran dos millones de ejemplares de un libro, en todas sus ediciones norteamericanas, sería un best-seller no desdeñable, pero aun así sólo significaría que un 1 por 100 de la población norteamericana se había animado a comprarlo. Además, estoy dispuesto a apostar que, de ese total, al menos la mitad no haría otra cosa que hojearlo rápidamente para encontrar las partes verdes.
Esa gente, esos no lectores, esos receptáculos pasivos del solaz, son harto volubles. Revolotean de una cosa a otra en eterna búsqueda de un dispositivo que les dé lo más posible y que les exija lo mínimo indispensable.
De los juglares a las representaciones teatrales, del teatro al cine, del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color, del tocadiscos a la radio y otra vez al tocadiscos, del cine a la televisión, a la televisión en color, a los videocassettes.
¿Qué importa?
Pero en todo momento, la fiel minoría de menos de un 1 por 100 se queda con el libro. Sólo la palabra impresa puede exigirles tanto, sólo la palabra impresa puede forzar su creatividad, sólo la palabra impresa puede cortarse a la medida de sus necesidades y deseos, sólo la palabra impresa puede darles lo que ninguna otra cosa puede.

El libro puede ser lo antiguo, pero es también lo último, y los lectores nunca se dejarán seducir a abandonarlo. Seguirán siendo una minoría, pero seguirán.
Así que, no obstante lo que dijo mi amigo en su conferencia sobre los videocassettes, los escritores de libros no serán nunca reemplazados, ni pasarán de moda. El escribir libros puede no ser un medio de enriquecerse (vamos, ¿qué es el dinero?), pero como profesión estará siempre ahí.

martes, 4 de octubre de 2011

JUAN PÉREZ DONNADIE©
RAFAEL HERNÁNDEZ LEMUS 1997


Este es el primer cuento que publico. Como otros más que publicaré, forma parte del libro JUAN PÉREZ DONNADIE Y OTROS CUENTOS.





DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY © POR EL AUTOR. 1997.Queda prohibida toda reproducción o transmisión total o parcial de esta obra, bajo cualquiera de sus formas, electrónica, óptica o mecánica sin el consentimiento previo y por escrito de su autor. SEGUNDA EDICIÓN PRIVADA. 1997


JUAN PÉREZ DONNADIE©


Faltaban dos horas.


Solamente dos horas.

Dos vueltas más de la manecilla mayor del reloj de pared, del viejo reloj de pared que siempre había estado frente a él.

Solamente dos horas más para que Juan alcanzara su más caro anhelo. Dos horas más y se habría cumplido lo que tanto tiempo había estado esperando. En dos horas se terminaría ese día de trabajo. Ese era un día muy especial, no era como los demás. Era el último día de trabajo de Juan.

Había estado esperando este día como un reo espera que llegue el último día de su condena. Juan había aguardado ese momento desde hacía 35 años. Ese día Juan se jubilaba.

Recordó entonces cuando su tía Lucrecia, al regreso de su trabajo, le dijo:

- ¡Qué bueno que entraste a trabajar allí! Es muy buen trabajo. El sueldo a lo mejor no es muy bueno, pero eso sí, cada quincena tendrás tu cheque. Nada de estarse tronando los dedos por no saber si tendrás para cubrir tus gastos. Además, tendrás prestaciones, vacaciones, doctores gratis, aguinaldo. ¡Ah! Y lo más importante, al paso del tiempo te podrás jubilar. El tiempo pasa rápido hijo, y cuando menos lo pienses ya pasaron diez, veinte, treinta años y entonces ya no tendrás que trabajar. Te pagarán por descansar. Eso sí, un merecido descanso, después de tanto tiempo de trabajo. Ve a Raúl, tu tío, se jubiló muy joven...¡a los 55 años!, y ahora recibe su cheque sin trabajar. ¡Qué bueno hijo, te felicito!

Otros recuerdos vinieron a su mente. Era como si volviera a proyectar la película de su vida en un lapso corto. Entonces apareció en su mente el recuerdo de Leti. Solo, en su escritorio, era el espectador único de la película privada de sus recuerdos. Una sonrisa melancólica se dibujó en sus labios. La imagen de Leti, la mujer que más había amado en su vida, se presentó en la exclusiva pantalla de su memoria. Leti fue su novia allá en su lejana juventud. La había conocido en su trabajo y tuvieron un feliz noviazgo de varios años. Era una mujer muy hermosa, de sedosa cabellera negra y piel muy blanca; alta, de figura atractiva y grandes ojos color café. Al cumplir diez años en su trabajo, Juan había decidido casarse. Recordó cuando le propuso matrimonio a Leti.

Era una mañana de primavera. Un domingo de primavera en un parque. En uno de esos bellos parques que son marco de idilios y desamores, de juegos infantiles y de paseos familiares. Caminando entre los árboles, los nervios le hicieron sentir la boca seca. Cuando pasaron frente a una banca vacía, se detuvieron.

- Leti, siéntate por favor, quiero decirte algo.

Leti se sentó mirando a Juan y éste, nerviosamente, se sentó a su lado.

- Sí, Juan. Dime.

- Leti, este, ¿sabes?, yo te quiero mucho; creo que lo sabes. Has sido mi mejor amiga y mi novia todos estos años, ¿no es cierto?

- Sí claro. Y yo también te quiero, pero ¿qué quieres decir con eso?

- Bueno, es que uno empieza y las cosas pues van pasando, y, y... como que tienen que ser diferentes al principio. Digo, como que si no avanza uno, pues creo que las cosas no van bien, ¿o no?

- Ay Juan ¿qué tienes? No entiendo nada de lo que dices.

- Es que, mira Leti, lo que yo quiero decir es que, bueno, ser novios es muy bonito, pero no puede uno estar así toda la vida. Hay que dar otro paso y yo creo que...

- Mira Juan no insistas, ya te dije que yo tengo mis principios y aunque te quiera mucho, llegar hasta donde tú quieres no se me da todavía.

- No, no es lo que tú piensas Leti. No me lo tomes a mal. Lo que sucede es que yo quiero ver si es que quieres, digo si no tienes inconveniente en que tú y yo,...pues...

- A ver Juan ¿tú quieres pedirme que nos casemos?

- ¡Sí! ¡Eso es! Lo que pasa es que no sé como pedírtelo.

- Pues ya lo hiciste, tonto.

- Ah, ¿ya?

- Claro. A no ser que no estés seguro - contestó Leti, con una sonrisa coqueta.

- ¡Cómo no voy a estarlo, si no puedo estar sin ti! - respondió Juan de inmediato, con un gesto de alegría.

- Bueno si quieres una respuesta, déjame pensarlo.

- Está bien - dijo Juan con el rostro triste.

- Ya lo pensé y mi respuesta es... ¡sí, sí, sí! - dijo Leti de inmediato, con una expresión de gran júbilo.

Juan recordó el rostro alegre de Leti de aquella mañana y ese beso tan especial que le dio después del “si”, y cuyo sabor volvió a sentir.

Pero de inmediato vino a su mente la imagen de aquella infortunada tarde de otoño. Había amanecido lluvioso, “chispeaba” y hacía un poco de frío. El día había sido tedioso, como lo eran la mayor parte de sus días de trabajo, hasta entonces. Solamente Leti, representaba lo interesante de su vida. Verla, estar con ella, compartir sus pocas experiencias y el ánimo y simpatía natural de su adorada novia, eran el aliciente que requería para tener interés en su vida.

Esa tarde otoñal, después de terminar su día de trabajo, después del ritual diario de checar una tarjeta, como parte de los oficios religiosos de la monotonía, fue a ver a Leti en el café de la esquina; como todos los viernes, después de trabajar. Era el mismo café de chinos que habían frecuentado desde hacía dos años. Se había convertido en una costumbre inconsciente. Cuando llegó Juan, Leti lo estaba esperando sentada en un gabinete. En el mismo de siempre. La saludó con una expresión de tedio y observó en ella un semblante distinto. Presentía que ella presentía algo.

- Hola chaparrita, ¿cómo estás? - le dijo cariñosamente después de darle un beso. (Leti medía un metro setenta centímetros, sin tacón).

- Bien flaco ¿y tú?

- Bueno, he pasado días mejores. Hoy las cosas fueron igual de aburridas. Lo bueno es que cada día acumulo más antigüedad. ¿Y tú qué tienes?; te noto rara.

En ese momento llegó la mesera.

- Buenas tardes. ¿Lo mismo de siempre? - preguntó a Juan.

- Si. Dos cafés con leche, unas conchas y una orden de nata - dijo Juan con una sonrisa conciliatoria.

- Está bien - contestó la mesera con gesto de hastío, retirándose.

- Bueno, dime chaparrita ¿qué tienes? - preguntó Juan impaciente.

- Mira Juan, sucede que nos tenemos que ir a Chihuahua.

- ¿Quiénes?

- Mis papás y yo.

- ¿De vacaciones? - preguntó Juan.

- No, a vivir allá.

Esta respuesta dejó frío a Juan. En ese momento vino hasta su corazón un presentimiento terrible. Aunque sabía la respuesta, se atrevió a preguntar:

- ¿Tú también te vas con ellos?

- Sí - contestó Leti, con seriedad.

- ¿A vivir allá?

- Sí - volvió a responder Leti con algo de impaciencia.

- ¿Tan lejos?

- Si Juan. ¡A Chihuahua!, precisamente allí donde van a vivir mis padres - contestó Leti, ahora sí con impaciencia manifiesta, casi con desesperación.

Juan se levantó del asiento en el que se encontraba, frente a Leti, Se sentó junto a ella y la abrazó. Quiso darle un beso para calmarla, cuando llegó la mesera con su actitud tradicional de “te estoy haciendo el favor de servirte” e interrumpiendo de manera definitivamente inoportuna. Por alguna razón, siempre que un enamorado quiere besar a su amada en momentos importantes, alguien interrumpe. Debiera ser esta la “ley de la impertinencia en el amor”.

- Dos cafés - dijo la mesera, colocando dos vasos de vidrio sobre la mesa y continuó.

- Ustedes me dicen hasta dónde de leche - les indicó, sirviendo leche casi hirviendo, en los vasos de vidrio, que tenían café hasta su cuarta parte. El recipiente de leche era metálico, con asa de madera y tubo de salida curvado, como trompa de elefante de circo, parado en dos patas y saludando al público. Cuando terminó de servir la leche en el café, agregó:

- Aquí están las conchas y una orden de nata. ¿Algo más?

- No, nada más. Gracias - dijo Juan y volteó de nuevo a ver a Leti.

- Oiga, - volvió a interrumpir la mesera

- ¿Si, que pasa? - preguntó Juan molesto.

- Si ya no quiere otra cosa, son dos pesos, por favor.

Juan sacó dos pesos de su bolsillo y agregó veinte centavos de propina, impidiendo por anticipado otra indeseable interrupción. La mesera vio el dinero en su mano con el descontento habitual por el monto de la propina. Su expectativa permanente era que la relación propina-cuenta fuera inversa. Resignada, se retiró sin decir más.

Los cafés humeaban y su temperatura era seguramente cercana a los noventa grados centígrados. La costumbre de servir café con leche casi hirviendo en vasos de vidrio es inexplicable, toda vez que se exige que se sirva así de caliente, aunque el vaso no se pueda asir, si no es con guantes de asbesto.

Ambos enamorados ignoraron sus cafés, las conchas y la nata. Juan tomó cariñosamente a Leti de la barbilla y levantándole la cara, la miró de frente y después le dio un beso en sus labios. Enseguida le preguntó:

- ¿Y es necesario, estrictamente necesario, que te vayas con ellos?

- Si Flaco, mis padres son mi única familia. No tengo hermanos y ellos necesitan de mí - le contestó Leti con un tono angustioso.

- Bueno, pero y ¿yo qué? - inquirió Juan.

- Flaco, ¿por qué no vienes con nosotros? - preguntó Leti entusiasmada.

- ¡¿Yo?! - preguntó Juan a su vez, sorprendido.

- ¡Claro! Mira Juan, mi papá te quiere mucho, bien lo sabes; además él está enterado de que queremos casarnos. De hecho, ha estado esperando que vayas a pedir mi mano - terminó Leti, en tono de reclamo.

- Bueno sí, pero el hecho de que me estime no es una razón de peso para irme hasta Chihuahua.

- No, no solamente es eso. Mira, escucha bien. Yo nací allá y mi padre también. Allá tenemos parientes y mi papá tiene amigos que le ofrecieron asociarse en un muy buen negocio. Tendríamos mejores condiciones de vida que las actuales.

- ¿Pero yo que vela tengo en el entierro? - cuestionó Juan intrigado.

- Bueno, es que si tú decides venir con nosotros, allá nos casamos y mi papá te ayudará a conseguir un buen trabajo y podremos estar más tiempo juntos.

- Está bien Leti, pero mira, la verdad es que yo tendría que pedir mi cambio en el trabajo y habría que esperar al menos unos seis u ocho meses para conseguir una permuta.

- ¡Que permuta ni que ocho cuartos! Deja ese trabajo, te aseguro que conseguirás uno mejor. ¡Anda decídete!

- No Leti, no es tan fácil. Si dejo el trabajo, perderé mi antigüedad y son muchos años acumulados. Mejor déjame tratar de conseguir mi cambio.

- Pero Flaco, el dichoso cambio puede tardar y yo me tengo que ir en dos semanas. Decídete mi amor. Verás cómo nos va a ir muy bien. Tú eres trabajador y creativo; aquí nada más te estás desperdiciando. Juntos haremos muchas cosas, ya verás - volvió a insistir Leti con mayor entusiasmo.

- No Leti, no puedo, de veras. Te quiero mucho, pero así yo perdería mi antigüedad y luego la jubilación se iría al diablo. Piensa, luego ya de viejo en qué voy a trabajar.

- Para eso falta mucho tiempo Juan - le contestó Leti desesperada. - Eres joven ahora y después podrás ahorrar lo suficiente si quieres retirarte.

- Leti, por favor, entiéndeme, le dijo Juan suplicante.

- Te entiendo Juan - respondió Leti resignada. Dos lágrimas que descendían por sus mejillas fueron la respuesta al infructuoso esfuerzo que había hecho por conseguir que Juan reaccionara y se fuera con ella. Su presentimiento se cumplió. De alguna forma sabía que Juan iba a rechazar su oferta. Lo que nunca pensó Leti, es que fuera más importante su antigüedad que ella. Se sentía impotente. Si tan sólo su rival hubiera sido otra mujer, estaba segura que la habría vencido. Pero la antigüedad de Juan había resultado una rival invencible.

Juan trató de reconfortar a Leti y le dijo cariñosamente:

- No llores chaparrita. Mira, yo te prometo que en cuanto me den mi cambio, me voy luego luego contigo. Tomo el primer camión pa’l norte y te alcanzo allá en la tierra de mi general Villa - le dijo Juan, imitando el acento norteño y arriscándose unos bigotes “villistas” imaginarios.

El gesto hizo reír levemente a Leti, que dejó que Juan le secará tiernamente sus lágrimas con su pañuelo.

- Ándele, no se ponga así, que se ve como mapache extraviado - le dijo cariñosamente Juan, obteniendo otra sonrisa de Leti, pero sin lograr quitarle su rostro triste.

- Mira Leti, si me tardan el cambio, en cuanto tenga vacaciones, me voy a verte, ¿sí? - insistió Juan.

Nuevamente las lágrimas afloraron y Leti se levantó del asiento.

- Me voy Juan, esta es la dirección de donde viviré en Chihuahua. Que te vaya bien.

- Pero chaparrita, espera...

Leti se retiro dejando como recuerdo para Juan un rostro de tristeza y resignación, y un pañuelo con sus lágrimas. Juan se quedó pensativo y afligido. Sabía muy bien que no se trataba de una discusión más de enamorados. Era algo muy serio y se sentía desconcertado. Dejó enfriar los cafés, y las conchas y la nata se quedaron intactas. El ritual cotidiano del café había llegado a su fin. Nada en la vida es eterno.

Finalmente, Leti se había ido. No le avisó a Juan de su partida. Sin embargo, Juan le escribió y ese año, cuando tuvo vacaciones, fue a ver a Leti. Al siguiente año hizo lo mismo, pero cuando se preparaba para ir a verla al tercer año, una carta de Leti le sugería la inutilidad de visitarla, pues le anunciaba que iba a estar ausente, precisamente en la época en que Juan estaría allí. La razón: Leti se iba de “luna de miel”, pues se había casado.

Este recuerdo le dolió a Juan como un cuchillo que corta la piel, lenta y profundamente. Un dolor que sólo conocen los que han amado con toda el alma y han perdido al ser amado.

Las lágrimas volvieron a brotar de los ojos de Juan, como aquéllas que brotaron en ese entonces. Había dejado ir al amor de su vida por su antigüedad.

También recordó en esos momentos sus días de actor. A Juan le encantaba el teatro, era una de sus pasiones y había formado un grupo de teatro con sus compañeros de trabajo. Esta actividad había atenuado el dolor de su pérdida de Leti. Participó con entusiasmo en la formación de su grupo y había escrito una obra de teatro, que ganó el primer lugar en un concurso de teatro a nivel nacional. Tanto escribiendo, como actuando, Juan era exitoso. Era curioso, pero se trataba de un talento natural que Juan no se había esforzado mucho por cultivar. Le había bastado leer una docena de obras de teatro para poder escribir la suya. En cuanto a la actuación, todos los miembros de su grupo habían tomado clases con un profesor de arte dramático de la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad Nacional y su formación había sido sólida. De este grupo, Juan destacaba por su natural talento.

Durante los ensayos, Juan había logrado cultivar una hermosa amistad con sus compañeros, quienes le tenían un especial afecto. No faltó tampoco que dos de sus compañeras se fijaran en él y abrigaran esperanzas de tener una relación amorosa con el talentoso y joven actor. Sin embargo, el recuerdo de Leti le había esterilizado su capacidad de entrega y jamás mostró ya interés por una mujer, más que en el plano superficial.

Una tarde, a media jornada de trabajo, llegó Carlos a ver a Juan. Carlos era su mejor amigo y un entusiasta miembro de su grupo de teatro.

- Hola Juan. ¿Qué crees? Te tengo una noticia que va hacer que se te caigan los calzones.

- Te sacaste la lotería - contestó Juan de inmediato, pretendiendo adelantarse a la noticia que provocaría la caída mágica de su prenda íntima.

- No seas baboso. Yo ni billete compro. Dicen que la lotería es el impuesto de los tarugos y la esperanza de los haraganes.

- ¿Entonces? - preguntó Juan con insistencia y curiosidad.

- Te acuerdas del señor aquél que nos felicitó efusivamente, cuando nos entregaron el premio del concurso de teatro del año pasado?

- Ah, ¿ese que pensábamos que era maricón? - contestó Juan.

- ¡Ese! Bueno, yo no sé si sea o no maricón, pero ese.

- Bueno, sí, y ¿qué con él?

- Ah, pues resulta que es el Señor Rodríguez Cano.

- Pues mucho gusto, pero no veo porque se me tienen que caer los calzones. Sus apellidos son bastante comunes. Y el hecho de que sea un poco raro, no lo hace excepcional. Si supieras cuántos hay de esos y ni cuenta nos damos.

- No seas tarado Juan. Déjame terminar. Mira, el señor Rodríguez Cano es empresario y nos ofreció un contrato para poner nuestra obra en varias plazas - le dijo Carlos subrayando la última frase con gran alegría.

- ¿Cómo?

- ¡Sí, hombre! Nos contrata para una larga temporada en varias ciudades de la República.

- ¡No me digas! ¿Y a quienes contrató? - preguntó Juan intrigado.

- A todos nosotros. A ti sobre todo. Tú eres el autor de la obra y quien tiene el papel principal. Tú eres el único que falta de firmar el contrato - le contestó Carlos contento.

- Oye, pues está bien. Ahora habrá que hacer coincidir las vacaciones de todos para salir de la ciudad.

- ¡Que vacaciones ni que mi abuela! Nos contrata como actores profesionales, no como aficionados. La idea es dedicarnos profesionalmente a la actuación.

- Oye, espera Carlos, ¿no pensarán dejar el trabajo por eso, verdad?

- ¡Claro que sí! Eso es lo que nos gusta hacer y además nos van a pagar por hacerlo. ¿Qué te parece? - replicó Carlos con mucha seguridad y alegría.

- Pero Carlos, no sabes lo que dices. El trabajo de actor, por si no lo sabes, es difícil. Aquí lo hacemos como pasatiempo, porque tenemos nuestro sueldo seguro y nos dan permiso para ensayar. Pero eso de dedicarse totalmente a la actuación, como que no es tan sencillo.

- Hombre, claro que no es fácil, mi estimadísimo “Chicaspiare”. Pero es más satisfactorio que lo que hacemos aquí todos los días, cuando menos para nosotros. No es que desdeñemos nuestro actual trabajo, pero definitivamente la actuación es nuestra vocación y la vida nos regaló esta hermosa oportunidad. Nos vamos la próxima semana Juan, así es que ve preparando tus cositas, que comenzamos en Morelia en doce días.

- Espérate Carlos, yo no puedo irme así. Necesito pedir permiso o que me adelanten vacaciones. No puedo definitivamente irme así. Y aunque me dieran vacaciones, no me puedo ir por tanto tiempo.

- A ver Juan, dime una cosa, ¿te gusta más lo que haces actualmente, que el teatro y la actuación? - preguntó Carlos en tono inquisitivo.

- Bueno, claro que no. Tú sabes que el teatro no solamente me gusta, sino que me apasiona. Pero es que aquí tengo seguro mi sueldo, poco pero seguro. Además tengo las otras prestaciones y de actor, pues es muy inseguro y además...- Carlos no dejó terminar a Juan y le dijo impaciente.

- Oye menso, la carrera de actor o de dramaturgo no tiene nada que ver con un sueldo permanente o prestaciones. Ya sabemos que tenemos que luchar por nuestro trabajo. Ese es el reto. Pero si tenemos el talento necesario, y tú mismo lo has reconocido, no nos puede ir mal. Tú sabes que la satisfacción de representar bien una obra es indescriptible; es un placer que sólo los buenos actores disfrutan. Además, de entrada, lo que ganaremos este año es casi el triple de lo que ganaríamos aquí. Ándale, ya no le estés haciendo al cuento. Todos contamos contigo, hombre.

- Mira Carlos, comprendo todo. Pero hay algo que ustedes no entienden. Yo llevo ya varios años en este trabajo y si lo dejo así nomás, voy a perder mi antigüedad. Comprende, por favor - contestó Juan angustiado.

- Ah, ya apareció el peine - dijo irónico Carlos. - Es tu maldita antigüedad. Reacciona baboso. ¿Para qué quieres la dichosa antigüedad?

- ¿Cómo para qué? Pues para jubilarme. De viejo es muy difícil encontrar trabajo y yo no tengo quien me pueda atender cuando esté anciano - dijo Juan con autoridad.

- Hablas como si fueras un vejestorio inútil. Ya tendrás tiempo de sobra para hacer algo que te prepare para la vejez. De todas maneras, tendrás que dedicarte a algo cuando no estés tan joven. O qué, entonces, cuando estés con más años encima, ¿piensas pasarte la vida tiradote en tu cama, sin hacer nada?

- Claro que no, pero creo que no me vas a entender. Perdóname Carlos, pero no puedo ir con ustedes. Ya te expliqué mis razones. Les deseo mucha suerte a todos ustedes.

- Pues allá tú Juan. Que Dios te perdone por la estupidez que estás cometiendo - le contestó Carlos, estrechándole la mano y dándole un fuerte abrazo. Después se despidió muy triste y se fue.

Juan se había quedado callado y estupefacto por las últimas palabras de su mejor amigo, al que no volvió a ver desde entonces.

Este recuerdo también fue muy doloroso. Había perdido a su mejor amigo y había dejado de hacer lo que realmente le gustaba, por su antigüedad y por su jubilación.

Juan recordó también cuando tuvo la oportunidad de dedicarse a vender tamales y ganar mucho dinero. Entre las cualidades de Juan, estaba la de ser un excelente tamalero. Dicho esto con el mismo respeto con el que se habla de un excelente repostero. Había desarrollado una habilidad poco común para hacer de sus tamales unos verdaderos manjares. Primero por el gusto de hacerlos y después para hacerse de un dinero extra. Aprendió el secreto de su abuela, nacida en Veracruz, pero avecindada muchos años en Oaxaca, tierra de la excelencia gastronómica mexicana. Todo aquél que había probado los tamales de Juan, quedaba encantado.

Durante algún tiempo había hecho entrega de pedidos de tamales para bautizos, primeras comuniones y candelarias, donde es “reglamentario” el consumo de tamales. Hacía los tamales siempre que dispusiera del fin de semana para ello o cuando se veía muy comprometido. Después, comenzaron a incrementarse los pedidos y un primo suyo le propuso que se dedicara de manera profesional a la elaboración de tamales y se asociaran.

Un día, al filo de las dos de la tarde, se reunió con su primo Jacinto en uno de los recintos oficiales para la realización de negocios. Era la cantina “El Olimpo”.

- Salud primo - le dijo Jacinto a Juan, levantando su “cuba” e iniciando así el ritual con el primer brindis.

- Salud - contestó Juan chocando adecuadamente los largos vasos en su base y sin derramar ninguna gota. Tal es el procedimiento oficial de un brindis de cantina.

- Juan, he hecho algunas cuentas y considerando los pedidos que comúnmente te hacen y la demanda que creo que hay, resulta que será un excelente negocio hacer tamales.

- Bueno, pues sí, debe ser - contestó Juan, inseguro.

- Mira primo. Tengo pensado que juntos podremos hacer una excelente mancuerna. Yo pongo el dinero para todo lo que necesites, para hacer los tamales y además pongo el local. Tú haces los tamales ¿Qué te parece?

- Está bien - contestó Juan, como por compromiso.

- Bira brimos- dijo Jacinto, colocándose en la cabeza una jícara vacía que había como botanero sobre la mesa e imitando un acento “libanés” de judíos - Yo bongo todos bara el negocios. Tú nomás bones tu esfuerzos y sabidurías tamaleras. Tú no haces casi nadas. Yo hago todo el negocios, brimos.

Unas sonoras carcajadas brotaron de la garganta de Juan, festejando la ocurrencia de su primo Jacinto. Éste, todavía con la jícara en la cabeza, continuó.

- ¿Qué te barece brimos? Tú te llevas un fabulosos diez bor cientos de las ventas y yo, que haré todo el drabajos pesados y horribles, me quedo con el demás.

Las risas de Juan se interrumpieron cuando reaccionó, ante la propuesta de su primo Jacinto.

- A ver primo, ¿cómo dijiste que iba a ser la distribución?

- Yo solamente me llevo el noventas bor ciento brimos, tú te llevas todo el demás - le contestó todavía con el acento de libanés judío.

- Si lo dices en serio, estás jodido Jacinto. ¿Qué crees que estás tratando con un retrasado mental? - contestó Juan muy molesto.

- No te enojes primo, sólo estoy bromeando - le dijo a Juan en tono conciliatorio.

- ¡A ver mesero!, tráete otra ronda igual, para contentar a este tarugo. Ah, y a ver si te traes la botana. No te hagas el muerto, que te voy a pagar los tragos, no me los regalas - dijo Jacinto, casi gritando, al mesero que los estaba atendiendo. Después se volvió con Juan y le dijo:

- ¿Pos que crees que de veras soy así? Yo no tengo ese espíritu fregativo que tienen algunos canijos judas. Mira, ya en serio, te propongo que yo pongo todo lo que se necesite: el local, los trastos, la masa, la carne y todo lo necesario - señaló Jacinto contando con los dedos las cosas que mencionaba.

- ¿Y yo que pongo? - preguntó Juan.

- Pos tú nomás haces los tamales.

- ¿Y quién los vende?

- Pos yo.

- ¿Y luego?

- Pos de lo que quede después de gastos, mita’ y mita’.

- Está bien, pero alguien me tiene que ayudar los sábados y domingos.

- Está bueno, le pagaremos a una señora para que te ayude, pero ¿porqué sábados y domingos nomás? - preguntó intrigado Jacinto.

- Pues porque es cuando puedo hacer los tamales.

- No, si no te estoy proponiendo que nada más los fines de semana los hagas. Se trata de hacer tamales diario, porque diario vamos a vender. Se trata de un negocio, primo, no de un entretenimiento. Yo no voy a invertir dinero para que tú te entretengas los fines de semana. Se trata de ganar dinero para vivir bien, no de pasar el rato.

- Perdóname primo, pero no puedo dejar mi trabajo. Yo no sé si siempre vendamos bien y así no tendré dinero seguro.

- Oye, te estoy diciendo que ya vi como están las cosas y te aseguro que no hay pierde. Es más, yo te doy por adelantado lo que tu ganas ahora al mes, cada día primero, para que te avientes al “bisnes”. Luego vamos haciendo cuentas, para darte después el resto de tus ganancias y si no sale lo que tú ganas al mes en tu trabajo, yo cargo con la pérdida. ¿Sale? Tú, por lo menos, vas a ganar lo que ganas ahora; garantizado. Más no puedo hacer, no la amueles. Vas a ganar mucho más de lo que ganas ahora.

- No Jacinto. Es que no entiendes. Si me salgo del trabajo, pierdo mi antigüedad y no me podré jubilar después.

- ¿Y pa’ que demonios quieres jubilarte, ganando lo que vas a ganar? No seas bruto.

- Gracias primo. Te lo agradezco, pero no me arriesgo.

En ese momento llegaron las nuevas cubas y la botana: caldo de camarón y albóndigas en chipotle. No estaba mal para ser martes. Dando un gran trago a su cuba, Jacinto continuó.

- Oye Juan, mi padre, tu tío Manuel, que en paz descanse - dijo Jacinto, persignándose - me dijo un día: “Mira hijo, el precio de la seguridad es la mediocridad y el precio del éxito es el riesgo”. Y para mí que tenía razón. Yo he tomado en cuenta eso y no me puedo quejar, como tú sabes, me va muy bien.

Juan no dijo nada. Se quedó muy serio, mirando fijamente a Jacinto, quien agregó:

- El que no arriesga no gana. Además, ya te estoy dando seguridad. Tú vas a ganar cuando menos lo que ganas hoy, pero lo más seguro es que ganes mucho más. ¡Qué más quieres Juan! - concluyó Jacinto con desesperación.

Pensativo, Juan le dio un trago a su cuba. Jacinto, mientras tanto, aprovechó el silencio para hacerle los honores a un vaporizante y picoso caldo de camarón que puso frente a sí, haciendo un taco enrollado con sus manos y dándole una generosa mordida antes de tomar una cucharada de su caldo. Juan seguía pensando y casi vació su vaso en su proceso reflexivo. Mientras tanto, lo que vaciaba Jacinto era su tazón con caldo de camarón y se disponía ya a continuar con las albóndigas en chipotle, cuando Juan le dijo:

- No sabes como te agradezco tu interés Jacinto, pero no puedo tirar a la basura tantos años de trabajo. Sé que no me vas a entender, pero prefiero seguir como estoy. Tal vez después pueda hacer negocio contigo.

- Eres terco Juan. Pero eso no es lo malo. Si la terquedad la combinas con la estupidez, la combinación es letal. ¿Quién podrá hacerte entender que estás mal?

Juan solamente bajo la cabeza con tristeza.

- En fin, qué le vamos a hacer. Dicen que el que nace pa’ maceta, del corredor no pasa. ¡Salud primo! No se hable más del asunto y disfrutemos la tarde - concluyó Jacinto, cambiando su tono triste y resignado a uno más alegre y despreocupado, y elevó su vaso para brindar con Juan.

También había dejado ir un buen negocio. La mejor oportunidad de su vida, en el plano económico, la había dejado pasar. Haciendo sus deliciosos tamales y estableciendo varios expendios de tamales pudo haber sido muy rico. Entonces Juan ni idea tenía de las franquicias y aunque la hubiera tenido, su respuesta hubiera sido la misma. Se había desposado con su antigüedad, porque le representaba la solución más cómoda a su manifiesta inseguridad en sí mismo. Había sido más importante su jubilación que contar con un negocio propio.

Los recuerdos de Leti, Carlos, Jacinto y todo lo que había dejado ir, lo hicieron sentir muy mal.

En ese momento Juan se dio cuenta de que el precio que había pagado por su jubilación era demasiado alto. El precio había sido su vida, su propia vida.

Ahora se daba cuenta de que su vida se le había escurrido entre sus dedos. Ahora entendía que el tiempo solamente tiene sentido en función de lo que se hace y no de lo que se quiere de hacer. Los objetivos que se quedan en intenciones, son sueños abortados.

Otra imagen apareció súbitamente en la pantalla de su mente. Era la imagen de cierto día en su trabajo, en el que se encontraba aburrido, sin nada que hacer. Un compañero pasó frente a él y le preguntó:

-¿Qué haces Juan?

Juan le contestó:

- Aquí, matando el tiempo.

A lo que su compañero respondió irónicamente:

- ¿No será que el tiempo es el que te está matando a ti?

Juan no comprendió la insinuación de su compañero, quien al terminar de hacerla se retiró con una sonrisa. Se dijo a sí mismo, entonces: “Bah, este tipo está loco, no sabe lo que dice. El tiempo matándome. Vaya tontería”.

En este instante, muchos años después de aquél hecho, sí tenía sentido lo que su compañero le había dicho. En realidad, haciendo nada, no se mata al tiempo. El tiempo es quien que lo mata a uno. Y el tiempo había matado a Juan. Esperando su jubilación, había dejado de ser lo que quería ser y también había dejado de hacer cosas que realmente deseaba hacer. Su sacrificio resultaba ahora inútil. En estos momentos Juan se preguntó. “¿Y ahora qué?” Ahora sólo tenía su soledad y su frustración. Eran sus más fieles compañeras. Habían llegado por una invitación involuntaria, resultado de sus decisiones. Pero se daba cuenta de que no eran compañeras deseadas.

En este lapso de hora y media de espera, su vida había desfilado ante sí mismo y despertaba por fin, dándose cuenta de la inutilidad de su sacrificio. Obtener dinero por hacer nada, a cambio de una vida desperdiciada, no resultó ser un buen negocio.

La tristeza invadió a Juan. El llanto brotó como no la hacía desde su niñez. Las lágrimas fluían libremente, descargando su impotencia para actuar sobre el pasado. Ahora se daba cuenta de que el pasado posee la virtud de ser inalterable. Nadie lo puede profanar con un cambio; sólo el presente y el futuro pueden ser modelados, el pasado nunca. En ese momento quería tener la oportunidad de regresar a esos años y corregir su vida. Desconsolado, se percató de que su única riqueza actual eran sus recuerdos. Tristes recuerdos, a la luz del inventario de su vida, hecho en solamente 90 minutos.

Qué situación tan incómoda y desagradable estaba viviendo. Haber esperado tantos años para darse cuenta de lo absurdo de su actitud. Ahora dejaba de tener sentido, no solamente su jubilación, sino su propia existencia.

En este estado de desolación, Juan comenzó a vislumbrar un rayo de esperanza que se fue ensanchando, como un haz de luz que va penetrando en una obscura habitación al irse abriendo la puerta, dando paso paulatino y creciente a la iluminación externa. Pensó en que aún estaba vivo; en que aún podía remediar algo; en que su vida aún podía tener sentido si establecía nuevos horizontes en ella. Por un momento, Juan sintió que recuperaba el entusiasmo de su juventud olvidada. Pensó en que podría hacer muchas cosas interesantes y atractivas para él. Físicamente estaba en condiciones de hacer muchas cosas, pues salud era muy buena.

Esta reacción le dio nueva vida a Juan. Era como un Ave Fénix que renacía de entre las cenizas abrumadoras de la mediocridad. Se dijo a sí mismo: “Al diablo con la jubilación. Ahora voy a hacer lo que siempre he querido hacer. Con los años que me queden, voy a vivir una nueva vida. Quiero ser yo, sin las ataduras de la seguridad mediocre. Lo que quiero vivir de hoy en adelante, será más intenso que lo que dejé de vivir ayer”.

Se levantó de su asiento y continuó hablado: “Ahora voy a escribir y a publicar mis obras de teatro, que solamente tengo en mi cabeza. Ahora voy a buscar una mujer a quien amar y compartir mi vida; voy a enterrar el remordimiento de haber perdido a Leti. Ahora voy a arriesgar en mi vida y voy a ganar. Lo sé”.

Caminando de un lado a otro en el pequeño espacio de su oficina, con la cabeza agachada y pensativo, Juan elaboraba los planes para hacer de su vida futura una nueva realidad. Finalmente, con lágrimas de esperanza, de coraje y entusiasmo, Juan cayó de rodillas y dijo en voz alta, levantando su cara hacia arriba:

- Gracias Dios mío por haberme iluminado. Por haberme descubierto la esperanza de vivir, después de mi gran error.

Juan se levantó, se secó las lágrimas y respiró profundo. Se sentía definitivamente otro. Muy distinto al Juan de 35 años de espera. Habían bastado 90 minutos para recrearse como un nuevo hombre, después de esos años de autodestrucción, lenta, pero efectiva.

Henchido de entusiasmo y lleno de planes, con la decisión propia de un joven de 20 años y un rostro que irradiaba alegría, Juan salió de su oficina. Dejó furtivamente el lugar que había sido su prisión por tantos años y no se despidió de nadie. Poco le importó en ese momento, el agasajo que le habían preparado sus compañeros para despedirlo. A fin de cuentas, en las oficinas siempre se buscaba un pretexto para festejar: los cumpleaños, sobre todo el del jefe, no importa quien sea el jefe; el día de la madre, del padre, de la secretaria, del velador, del chofer, del político, del futbolista; en fin, de cualquier cosa. En este país hay día de festejo para todo y para todos, y si no, pues se inventa. Es lo de menos. Lo importante es festejar.

Juan dejaba tras de sí un mundo que había significado un encadenamiento voluntario a la mediocridad y a la monotonía, y salía a uno nuevo. A un mundo que estaba por construir; un mundo que crearía con su esperanza y su fe en sí mismo.

Su mente bullía de entusiasmo. Se sintió joven nuevamente. Comprendió claramente que la juventud no está en función de la lozanía de una tez. Se dio cuenta de que la juventud es, básicamente, una actitud ante la vida. Juan se sintió vivo y libre. Su semblante era alegre y esperanzador, y al salir a la calle respiró con profundidad, como cargándose de energía al respirar un aire citadino no tan puro.

Juan iba tan absorto en sus planes, que ni siquiera prestó atención al tráfico de la gran avenida, que en esos momentos atravesaba distraídamente, y un camión que venía a gran velocidad, no permitió a Juan convertir en realidad sus nuevos sueños.