martes, 22 de mayo de 2018

Hola, estoy retomando mi blog, después de varios años de no hacerlo.
Publicaré principalmente los relatos cortos o cuentos de mis dos libros de cuentos escritos hasta ahora. 
Hoy comparto con ustedes el cuento EL CICLISTA del libro "CUENTOS MICHOACANOS", escrito en 2003. Es una promesa que le hice a mi amiga, la Dra. Aidé Reynoso.





                       EL CICLISTA


Era un pajarillo de color carmín encendido.

Todos los días se posaba en la cabeza de la estatua del ciclista de bronce. Las pruebas orgánicas de su presencia, daban un color albo a la cabeza de Don Enrique, el ciclista inmortalizado en bronce.

"La vida es como andar en bicicleta: hay que ver siempre de frente y guardando el equilibrio". Este era el mensaje en una placa de bronce al pie de la estatua. Era curioso ver la sonrisa de Don Enrique. Era como si estuviera contento de lucir a la colorida avecilla en su cabeza. Era como si hubiera detenido su amada bicicleta solamente para presumir su capitular adorno. Así, el equilibrio lo mantenía sonriendo y deteniendo su bicicleta, sin dejar de sonreír.

La belleza de la pieza de bronce parecía no importar a los transeúntes que pasaban cerca de ese prado en el que la escultura se encontraba. Ella formaba parte del paisaje y era habitual ver la estatua en el prado, de forma que el rojo pajarillo no era tomado en cuenta.

El hecho en sí no era usual, sobre todo considerando que tal ave no es común en el entorno moreliano. De hecho, en los años en los que había vivido en Morelia, jamás había visto un pájaro así. Su color era parecido al del Cardenal, aunque este pajarillo tenía un tono más encendido y llamativo en el rojo de su plumaje, y sin el característico copete del cardenal. Lo que mas me llamó la atención el día que lo vi por vez primera, es que no se inmutaba ante la presencia de la gente que pasaba. Yo pasaba por allí casi a diario por la mañana y cada día estaba allí el ave, a veces parada en una sola pata y otras veces acicalándose su plumaje. Allí estaba diariamente por la mañana con una postura orgullosa y desenfadada. Nunca lo vi volar de la cabeza de Don Enrique Ramírez. Parecía parte de la representación del hombre que había creado un imperio; del hombre que había hecho del trabajo, la inteligencia y la audacia sus armas fundamentales para construir un emporio todavía orgullosamente mexicano.

Jamás lo escuché cantar, no sé si porque al momento en que pasaba no se le antojaba trinar o porque lo hacía en otros momentos. No lo sé. Lo que sí sé es que no era una escena común. A veces pasaba hasta media hora observando la belleza del pajarillo y me acerqué una ocasión hasta un metro de la escultura y el ave no voló. Me miraba como curiosa al principio, pero después me ignoraba y veía al infinito. Lo sorprendente es que pájaro y escultura parecían formar parte de un solo ente. Ambos formaban parte de una sola imagen complementaria y armónica. Era esto lo que me llamaba poderosamente la atención.

Desconocía la historia de Don Enrique Ramírez. Hace algunos años escuché algunos comentarios que se referían a él y a su familia como "los dueños de Michoacán". Por supuesto me pareció exagerada la apreciación, pero lo que sí puede corroborar es que tenían una enorme influencia en diversos ámbitos del Estado. Cuando llegué a la ciudad, me enteré que Don Enrique había muerto de una manera trágica. No sabía nada más de él, ni jamás tuve contacto alguno con alguien de su familia.

Un día, sin embargo, fui caminando a un cerro que rodea una parte de la ciudad de Morelia. Me levanté temprano y subí hasta la cima, desde donde se puede apreciar la Ciudad, cuando la contaminación del aire lo permite. Esa mañana afortunadamente estaba limpia y el clima era muy agradable. Me senté a la sombra de un árbol a descansar un momento y a comer una torta que me había preparado, a manera de desayuno. La disfruté enormemente y la acompañé con un jugo de mango. Al comer, algunas migajas cayeron en mi pantalón y las sacudí, arrojándolas a varios centímetros de mi natural asiento. Comencé entonces a pensar en las bellezas naturales que son destruidas por la ambición humana, cuando de manera sorpresiva observé que un pajarillo de color rojo encendido comía las migajas que arrojé el piso. Era extraño ver que el pajarillo comía ignorando mi presencia. Pero lo más sorprendente fue que era idéntico al pajarillo que veía por las mañanas en la escultura del ciclista. Para no espantarlo, evité hacer movimientos bruscos y volví a dirigir mi mirada hacia la ciudad, tratando de localizar las torres de la catedral. Cuando volteé la cabeza a mirar nuevamente al pajarillo, éste ya no estaba. Pensé que había alucinado, porque nunca escuché el característico batir de las alas que anunciaba su viaje recién emprendido.

Resignado por la ausencia del pajarillo que tanto me gustaba, me disponía a seguir caminando un rato mas, antes de iniciar el descenso de regreso a casa, cuando a corta distancia distinguí a un hombre de edad madura que se dirigía en dirección mía. Me pareció descortés continuar caminando, así que me detuve para saludar a quien como yo, caminaba para disfrutar del panorama y de la naturaleza.

– Buenos días – dijo sonriendo.

– Buenos días – contesté

            Vestía ropa casual de buena calidad y a pesar de su aspecto de hombre maduro, se veía jovial.

            – ¿Qué lo trae por aquí? – me preguntó.

            – Hacer un poco de ejercicio y disfrutar de la naturaleza – respondí.

            – Bueno, parece que ambos hacemos lo mismo.

            – Así es, le contesté sonriendo.

            – Bonita vista la de mi capital, ¿verdad?

            – Así es. Bonita– repuse.

            – Aunque pronto va a dejar de serlo.

            – ¿Porqué?–  pregunte azorado.

            – Pues porque poco a poco se están acabando la ciudad y tanta gente va a terminar destruyendo esta ciudad. Crece como una plaga sin control y de alguna manera yo he colaborado a ello.

            – ¿Ah, sí?

            – Sí, pero espero que reaccionen los que verdaderamente quieren a esta ciudad. Yo la quiero, aunque no tanto como a mi familia. ¿Sabe?, quiero mucho a mi familia, aunque tuve que dejarla contra mi voluntad y me hubiera gustado que supieran que ayudar a otros es una muy buena razón para vivir – continuo como hablando consigo mismo, mirando al infinito.

– Disculpe señor, pero no entiendo muy bien – le comenté curioso.

– Caminemos un poco para que le platique.

Así lo hicimos y fuimos descendiendo poco a poco del cerro.

– Verá usted. – continuó – No es nada agradable dejar a los que uno quiere, sobre todo cuando quedan cosas pendientes por hacer.

– Coincido con usted. Pero, ¿por qué no regresa para concluir esos pendientes? – pregunté.

– No puedo mi amigo. Hay razones que no puedo contarle, que me impiden regresar. Solamente puedo ver las cosas desde lejos y amar a mi familia sin poder estar cerca de ellos.

– Caray, pues que doloroso debe ser, ¿no?

– Así es, aunque al final se resigna uno y confío en que mi parte positiva le sirva a mi familia para que puedan ser felices.

– ¿Porqué la parte positiva, señor?

– Bueno pues porque todos lo seres humanos tenemos partes positivas y partes negativas. Todos, hasta los santos, porque fueron humanos. Así es la naturaleza humana.

– Tiene razón. Solamente que en esas facetas de nuestra naturaleza, hay matices. Creo que una virtud puede anular mil defectos, así como un defecto puede anular mil virtudes.

– Efectivamente, estoy de acuerdo con usted, joven amigo y espero que lo bueno que tenga yo sea mas importante que lo que tenga de malo.

La brisa de una mañana que estaba llegando ya al mediodía nos refrescaba y hacía de mi paseo algo muy agradable. El hombre que se convirtió en mi compañero casual era muy agradable. Había un halo de sabiduría en su persona que inspiraba confianza.

– ¿Tiene usted familia?– me preguntó.

– Sí, claro – contesté enfático.

– ¿Y la quiere?

– ¡Por supuesto! ¿Por qué no se habría de querer a una familia que uno mismo forma? Porque supongo que a ese tipo de familia se refiere.

– En efecto. La esposa, los hijos. Nuestros grandes amores. Lo demás es parentela, que aunque se le quiera también, lo que uno mas quiere es a los de la misma sangre.

– Es cierto.

– Yo los amo a todos, aunque a veces se piense que no. Viera que difícil es a veces expresar el cariño – dijo mirando al infinito y suspirando.

– Mire, uno trabaja para que la familia viva bien, pero pienso que mas importante que las cosas o dinero que uno le pueda dar a la familia, son los principios – continuó.

– Pues sí. Creo que ambas cosas son importantes. En lo personal creo que a esta vida venimos a ser felices y cada quien lo hace a su manera. No venimos a este planeta a ser infelices ¿verdad?

– Estoy de acuerdo – dijo soltando una carcajada

– Por eso coincido con usted en que los principios forman la base para poder ser feliz. Son parte de la educación que uno tiene que dejar a los que ama y son el complemento ideal del patrimonio que uno pueda formar para la familia – agregué.

– Ya sabía que usted es inteligente – me dijo pausadamente con una sonrisa muy agradable.

– Me halaga señor, se lo agradezco. Mi nombre es Rafael ¿y el suyo? – dije intempestivamente, ofreciéndole mi mano.

– A veces quisiera ayudar a los que amo, advirtiéndoles sobre eventos poco propicios, pero no me es posible. Sólo me queda orientarlos a través de acciones indirectas– dijo mirando al cielo y haciendo un gesto que no me hizo sentir rechazado por no estrechar la mano de mi simpático compañero de caminata.

– Gozo con cada triunfo y cada risa de la gente que quiero. De los niños y jóvenes que son de mi descendencia y sufro con cada tropiezo de ellos. Y aunque no lo noten, estoy al pendiente de ellos – dijo con una mezcla de tristeza y ternura.

– Qué pena que no pueda estar con su familia.

– Pues sí, pero así es esto. Aunque, no crea, de alguna forma estoy con ellos.

– Pues qué bueno, menos mal – comenté.

– Demuestre su amor a los que ama, mi amigo. Su presencia es importante para ellos. No me lo tome a mal por darle esta sugerencia – me dijo mirándome con afecto a los ojos.

– No hombre, por el contrario, se lo agradezco– le dije sonriendo.

– Bueno pues aquí nos separamos. Fue un placer charlar con usted Rafael. Que Dios lo bendiga. Hasta luego.

Se despidió con una agradable sonrisa, levantando su mano. Sentí una paz muy especial. Se alejó caminando y se dirigió hasta una pequeña barda en la que se encontraba recargada una bicicleta de carreras. De esas de manubrios de cuerno, de las tradicionales de carreras. Se subió en ella y se alejó agitando su brazo.

En ese momento me dio la sensación de que ya conocía a ese hombre tan agradable. Me fui pensando en todo lo que platicamos y que quería compartir con mi esposa y también con mis hijos.

De regreso a casa, cuando pasé caminando por la escultura del ciclista, no estaba el pajarillo rojo posado en su cabeza. Después de unos pasos, me detuve como congelado. Sentí un escalofrío en todo el cuerpo y de inmediato regresé a ver la escultura. ¡El hombre con el que había charlado era muy parecido a Don Enrique, el de la escultura! No era posible. No podía ser posible. Hasta la ropa del hombre esculpido en bronce era idéntica.

Me quedé mirando la escultura por varios minutos y hubo un momento en que el bronce parecía cobrar vida. Experimenté una sensación muy especial. Entre asombro, satisfacción, temor y paz.

Yo no creo en fantasmas, pero sí creo en el espíritu de gente que nació para trascender y cuya muerte solamente sobrevendrá cuando se le olvide.

"La verdadera muerte es el olvido", me dijo un día mi padre.

Ahora sabía quien era el pajarillo que se posaba en la cabeza de la estatua del ciclista y la sensación de miedo que sentí al descubrir esto se tornó en una sensación de alegría.

Hace tiempo ya que no veo al pajarillo cuando paso por la gran avenida en la que se encuentra la estatua, pero siempre saludo a mi amigo ciclista con afecto.