lunes, 21 de noviembre de 2011

LO ANTIGUO Y LO ÚLTIMO

Este texto de Isaac Asimov es muy querido para mí. Lo considero un homenaje al libro y lo dedico a aquéllos que auguran que las las nuevas tecnologías de la información y la comunicación harán que el libro desaparezca. La fundamentación brillantemente sólida de Isaac Asimov es para disfrutarse.

Su nombre nombre original fue Isaak Yudovich Ozimov. Nació en Rusia en 1920 y murió en los Estados Unidos en 1992. Posteriormente publicaré una breve biografía de este gran hombre.




LO ANTIGUO Y LO ÚLTIMO

Por Isaac Asimov

De: "LA TRAGEDIA DE LA LUNA". Alianza Editorial. España, 1979.


Hace unas tres semanas (de cuando esto escribo, en 1973) participé en un seminario en el estado de Nueva York, seminario que trataba de la comunicación y la sociedad. El papel que se me había asignado era pequeño, pero pasé allí cuatro días completos, por lo que tuve la oportunidad de escuchar todas las ponencias.
La primera noche de mi estancia escuché una conferencia especialmente buena, pronunciada por un caballero encantador y extraordinariamente inteligente que trabaja en el campo de las videocassette. Hizo un atractivo y, a mi modo de ver, irrefutable alegato en favor de los videocassette como representantes de la ola de comunicación del futuro, o en cualquier caso, de una de las olas.
Señaló que los programas comerciales destinados al sostenimiento de las estaciones de TV, terriblemente caras, y de los anunciantes, espantosamente ávidos, tienen necesidad absoluta de un público que se cuente por decenas de millones.
Como todos sabemos, lo único que tiene visos de complacer a 25 ó 50 millones de personas es aquello que evite cuidadosamente toda ocasión de ofensa. Cualquier cosa que añada especia o sabor ofenderá a alguien y perderá la batalla.
Lo que sobrevive, por tanto, es la insípida papilla, no porque guste, sino porque no da lugar a disgusto. (Bueno, algunos, ustedes y yo, por ejemplo, se disgustan, pero cuando los magnates de la publicidad suman el número total de ustedes y yo y otros como nosotros, la suma final les provoca accesos de risa.)
Sin embargo, los videocassette que complacen gustos especializados no venden más que contenido, y no necesitan enmascararlo con un barniz espúreo y costoso ni con la presencia de una preciada estrella del espectáculo. Láncese una videocassettes sobre estrategia de ajedrez, con símbolos de piezas que se mueven sobre un tablero, y no hará falta nada más para vender determinado número de videocassettes a un determinado número de entusiastas del ajedrez. Si se cobra lo suficiente por videocassette para cubrir los gastos de fabricación de la cinta (más un beneficio honesto) y si el número esperado de ventas se realiza, no habrá problema. Puede que haya fracasos inesperados, pero también inesperados best-sellers.
Para resumir, el negocio de videocassettes se parecerá bastante al negocio de publicación de libros.
El orador dejó este punto perfectamente en claro, y cuando dijo "el manuscrito del futuro no será una gavilla de papeles malamente escritos, sino una secuencia de imágenes cuidadosamente fotografiadas", no pude menos de incomodarme.
Puede que mi agitación me delatara, sentado como estaba en la primera fila, porque el orador añadió entonces: "Y los hombres como Isaac Asimov resultarán pasados de moda y serán reemplazados."
Naturalmente, salté y todo el mundo rió jovialmente ante la perspectiva de que me pasara de moda y fuera reemplazado.
Dos días después, el orador programado para aquella tarde telefoneó desde el otro lado del Atlántico para decir que tenía inevitablemente que quedarse en Londres, por lo que la encantadora señora que estaba a cargo del seminario vino a mí y me pidió dulcemente que sirviera de relleno.
Naturalmente, dije que no había preparado nada y, naturalmente, contestó que era bien sabido que yo no necesitaba preparación para dar una conferencia fantástica; y naturalmente, me derretí a la primera señal de adulación y, naturalmente, subí al estrado esa tarde y, naturalmente, di una conferencia fantástica (bueno, eso dijo todo mundo). Todo fue muy natural.
No me es posible contarles exactamente lo que dije porque, como todas mis charlas, ésta me la saqué de la manga; pero, si no recuerdo mal, la esencia era algo así:
Como el orador de hacía dos días había hablado de los videocassettes de TV, mostrando un cuadro muy brillante de un futuro en que los videocassettes y los satélites dominarían el panorama de las comunicaciones, me dispuse a utilizar mi experiencia en la ciencia-ficción para mirar aún más allá y ver cómo podrían mejorarse y refinarse aún más los videocassettes, haciéndolas aún más sofisticadas.
En primer lugar, los videocassettes, como el orador había demostrado, necesitaban de un aparato bastante voluminoso y caro (videocasetera) para descifrar la cinta, exponer imágenes en una pantalla de televisión y emplazar el sonido de acompañamiento en un altavoz.
Evidentemente, uno esperaría que este equipo auxiliar se fuese haciendo más pequeño, más ligero y más móvil. Y en último término que desapareciera totalmente, pasando a formar parte del videocassette mismo.
En segundo lugar, hace falta energía para convertir la información que el videocassette contiene en imagen y sonido, y esto impone un gravamen sobre el entorno. (Todo uso de energía lo impone, y aunque no podemos evitar el uso de energía, de nada vale usar más de la que necesitamos.)
Por consiguiente, podríamos esperar que la cantidad de energía requerida para traducir el videocassette decreciese. En definitiva, podríamos esperar que alcanzase un valor cero y desapareciese.
Podemos, por tanto, imaginar un videocassette que sea completamente móvil y autónomo. Aunque requiera energía en su formación, no requiere energía ni equipamiento especial para su posterior utilización. No necesita ser enchufado; no necesita cambio de pilas; podemos llevarla con nosotros a donde nos parezca más cómodo verla: en la cama, en el cuarto de baño, en un árbol, en la terraza.
Un videocassette usado en la forma habitual, produce sonido y luz. Tiene que resultarnos nítida tanto en la imagen como en el sonido; pero que de hecho de que prorrumpa en la atención de otros, que pueden no estar interesados, es un defecto. En su forma ideal, el videocassette móvil y autónomo no debiera ser vista ni oído más que por uno mismo.
Por muy sofisticados que sean los videocassettes que están ahora en el mercado, o los que puedan preverse para un futuro inmediato, todos ellos requieren controles. Hay un botón o interruptor para ponerla en marcha y apagarla, y otros para regular el color, el volumen, el brillo, el contraste y todas esas cosas. En mi visión quiero que tales controles sean accionados, en la medida de lo posible, por la voluntad.
Preveo un videocasette en la que la cinta se pare tan pronto como se aparte el ojo. Permanezca parada hasta que el ojo se pose otra vez sobre ella, momento en que inmediatamente empieza otra vez a moverse. Preveo un videocassette que haga correr la cinta rápida o lentamente, hacia adelante o hacia atrás, a saltos, o con repeticiones, completamente a voluntad.
Tendrán que admitir que un videocassette así sería un sueño futurista perfecto: autónomo, móvil, sin consumo de energía, perfectamente íntimo y en gran medida controlado por la voluntad.
¡Qué fáciles son los sueños! Seamos, pues, un poco prácticos. ¿Tiene un videocassette así posibilidad de existir? Mi respuesta es: sí, desde luego.
La siguiente pregunta es: ¿cuántos años tendremos que esperar hasta que haya un videocassette tan delirantemente perfecto?
También para eso tengo respuesta, y muy concreta. Lo tendremos en menos cinco mil años -porque lo que he estado describiendo (como quizá lo hayan adivinado) es ¡el libro!
¿Que hago trampas? ¿Te parece, oh Amable Lector, que el libro no es el videocassette definitivamente refinado, porque no presenta más que palabras, y no imagen, que las palabras sin imágenes son de alguna manera unidimensionales y divorciadas de la realidad, que no podemos esperar obtener sólo por palabras información con respecto a un universo que existe en imágenes?
Bueno, veamos. ¿Es la imagen más importante que la palabra?
Cierto es que si consideramos las actividades puramente físicas del hombre, el sentido de la vista es con mucho la forma más importante en que recoge información acerca del universo. Si se me diera a elegir entre correr a campo abierto con los ojos vendados y el oído activo, o con los ojos abiertos y el oído inactivo, usarla, desde luego, los ojos. Con los ojos cerrados no me movería sino con la mayor precaución.
Pero en algún estadio temprano de su desarrollo, el hombre inventó el habla. Aprendió a modular su respiración y a utilizar distintas modulaciones de sonido para que le sirvieran como símbolos convencionales de objetos materiales, de acciones y -lo que es mucho más importante- de abstracciones.
Finalmente aprendió a codificar sonidos modulados mediante signos que podían ser vistos por el ojo y traducidos al sonido correspondiente en el cerebro. No necesito decirle que un libro es un dispositivo que contiene lo que podríamos llamar "habla almacenada."
El habla representa la distinción más fundamental entre el hombre y todos los demás animales (con la posible excepción del delfín, que puede poseer esa facultad, pero que nunca ha puesto a punto un sistema para almacenarla).
El habla y la capacidad potencial de almacenarla no sólo diferencian al hombre de toda otra especie viviente que haya existido ahora o en el pasado, sino que también son algo que todos los hombres tienen en común. Todo grupo conocido de seres humanos, por "primitivo" que sea, puede hablar, y habla, y puede tener un lenguaje, y lo tiene. Algunos pueblos "primitivos" poseen, según creo, lenguajes muy complejos y refinados.
Además, todo ser humano, incluso los de mentalidad inferior a la normal, aprende a hablar a edad temprana.
Considerada el habla como el atributo universal de la humanidad, resulta cierto que obtenemos más información como animales sociales a través del habla, que a través de las imágenes.
La comparación no es ni siquiera dudosa. El habla y sus formas almacenadas (la palabra escrita o impresa) son una fuente tan dominante de la información que obtenemos, que sin ellas estamos perdidos.
Para ver lo que quiero decir, consideremos un programa de televisión, que de ordinario supone tanto palabra como imagen, y preguntémonos qué ocurrirá si prescindimos de una o de la otra.
Supóngase que se oscurece la imagen y se deja el sonido. ¿No se conseguirá una noción razonablemente exacta de lo que está ocurriendo? Puede haber secuencias ricas en acción y pobres en sonido que pueden dejarnos frustrados ante el oscuro silencio, pero si se previese que no íbamos a ver la imagen podrían añadirse unas cuantas lineas, y no nos perderíamos nada.
Por lo demás, la radio se las arregla con el sonido a solas. Utiliza el lenguaje y "efectos sonoros". Lo cual supone que en algunos momentos del diálogo es un poco artificial, para compensar la falta de imagen: "Allí viene Harry. ¡Oh, no ve la cáscara de plátano! ¡Oh la va a pisar! ¡Ahí va!" Pero, en líneas generales, la cosa marcha. Dudo que nadie que haya escuchado seriamente la radio, haya necesitado la imagen.
Volvamos, sin embargo, al tubo de TV. Suprimamos ahora el sonido y dejemos la imagen intacta -perfectamente enfocada y a todo color-. ¿Qué sacamos de ello? Muy poco. Ningún juego de emociones en la cara, ningún gesto apasionado, ningún truco de la cámara al enfocar aquí o allá nos va a dar más que una vaga noción de lo que está ocurriendo.
La contrapartida de la radio, que no es más que discurso y sonidos varios, es la película muda en la que sólo intervienen imágenes. Ante la ausencia de sonido y discurso, los actores tenían que "emocionar": los ojos fulgurantes; las manos en la garganta, en el aire, elevadas hacia lo alto; los dedos apuntando severamente al cielo, firmemente al suelo, airadamente a la puerta; la cámara acercándose para mostrar la cáscara de plátano en el suelo, el as en la manga, la mosca en la nariz. Y con todo ese derroche de inventiva visual en su forma más exagerada, ¿qué ocurría cada quince segundos? Detención total de la acción, y palabras proyectadas en la pantalla.
No quiere esto decir que no sea posible comunicarse de alguna forma por medio sólo de la vista -mediante el uso de imágenes plásticas-. Un mimo hábil, como Marcel Marceau, Charles Chaplin o Red Skelton, puede hacer maravillas, pero si los admiramos y aplaudimos es precisamente porque comunican tanto con un medio tan pobre.
De hecho, nos divertimos jugando a las charadas e intentando que alguien adivine alguna frase que "dramatizamos". El juego no tendría tanto éxito si no requiriese mucho ingenio, e incluso así los aficionados al juego elaboran conjuntos de señales y trucos que (sépanlo o no) se aprovechan de la mecánica del lenguaje.
Dividen palabras en sílabas, indican si una palabra es corta o larga, usan sinónimos y recurren al "suena como". En todos esos casos están usando imágenes visuales para hablar. ¿Podemos transmitir una frase tan simple como "ayer hubo una hermosa puesta de sol en rosa y verde" sin usar más que gesto y acción, y ningún truco que suponga utilización de alguna de las propiedades del lenguaje?
Cabe, cómo no, filmar una hermosa puesta de sol y remitirnos a ella. Pero eso supone una gran inversión de tecnología, y no estoy seguro de que nos diga que la puesta de sol fuera así ayer (salvo que la película utilice, como truco, calendarios, que representan una forma de lenguaje).
O considérese esto otro: las tragedias de Shakespeare fueron escritas para ser representadas. La imagen era esencial. Para conseguir su sabor pleno debemos ver a los actores y lo que están haciendo. ¿Cuánto nos perderíamos si fuéramos a Hamlet y cerráramos los ojos, limitándonos a escuchar? ¿Cuánto nos perderíamos si nos tapáramos los oídos, nos limitándonos a mirar?
Habiendo aclarado mi opinión de que un libro que consiste en palabras, y no en imágenes, pierde muy poco por su falta de estas últimas y tiene, por tanto, todo el derecho a que se lo considere como ejemplo extremadamente sofisticado de videocassettes, permítanme cambiar de tercio y utilizar un argumento aún mejor.
Lejos de carecer de imagen, un libro tiene imágenes y, lo que es más, imágenes mucho mejores, debido a que son personales, que cualquiera que pueda representarse en la televisión.
¿Cuando lee un libro interesante no le surgen imágenes en la mente? ¿Acaso no ve, con el ojo de la mente, el desarrollo de la acción?



Las imágenes son suyas. Le pertenecen, y le pertenecen sólo a usted, y son para usted infinitamente mejores que las que otros les quieren vender.
Una vez vi a Gene Kelly en "Los Tres Mosqueteros" (la única versión razonablemente fiel al libro que he visto). El duelo a espada entre, por un lado, D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis y, por otro, los cinco hombres de la guardia del cardenal, que tiene lugar casi al principio de la película, era absolutamente bello. Como danza que es, disfruté no poco... Pero Gene Kelly, por mucho talento de bailarín que tenga, no se corresponde con la imagen de D'Artagnan que tengo en el ojo de la mente, y a lo largo de toda la película estuve incómodo porque violentaba a Los Tres Mosqueteros que yo llevo dentro.
No digo que un actor no pueda a veces conseguir adaptarse a nuestra propia visión. En mi mente, Sherlock Holmes es sencillamente Basil Rathbone. En la suya, sin embargo, puede que Sherlock Holmes no sea Basil Rathbone, sino Dustin Hoffman, quizá. ¿Por qué habrían de adaptarse todos nuestros millones de Sherlock Holmes a un solo Basil Rathbone?
Ya ven por qué un programa de televisión, por excelente que sea, jamás podrá dar tanto placer como un libro, ni ser tan absorbente, ni llenar un nicho tan importante en la vida de la imaginación. Al programa de televisión no necesitamos llevar más que la mente vacía, sentándonos aletargados mientras la expansión de sonido e imagen nos invade, sin solicitar para nada a la imaginación. A cualquier otro que lo vea se le embuten exactamente las mismas imágenes y sonidos. El libro, sin embargo, exige cooperación por parte del lector. Insiste en que participe en el proceso.

Y al hacerlo, le ofrece una interrelación hecha a la medida por el mismo lector para el lector mismo, medida que se adapta perfectamente a sus propias peculiaridades e idiosincrasias.
Cuando usted lee un libro, crea sus propias imágenes, crea el sonido de diversas voces, crea gestos, expresiones, emociones. Crea todo, salvo las palabras escuetas. Y si crear le confiere algún placer, el libro le ha proporcionado algo que el programa de televisión no puede.
Por lo demás, si diez mil personas leen el mismo libro al mismo tiempo, ninguna deja de crear sus propias imágenes, su propio sonido de la voz, sus propios gestos, expresiones, emociones. No será un libro, sino diez mil libros. No será sólo producto del autor, sino producto de la interacción del autor y cada uno de los lectores por separado.
¿Qué puede entonces sustituir al libro?
Admito que el libro puede ser modificado en aspectos no esenciales. Fue antaño escrito a mano; ahora se imprime. La tecnología del libro impreso ha avanzado en cientos de formas y en el futuro acaso podrá ser hojeado electrónicamente en un aparato de televisión doméstico.
En definitiva, sin embargo, ustedes se encontrarán solos ante la palabra impresa, y ¿qué puede sustituirla?
¿Acaso tomo mis deseos por realidades? ¿Será que, como vivo de los libros, no quiero aceptar el hecho de que un día se vean reemplazados? ¿No será que invento ingeniosos argumentos para consolarme?
De ninguna manera. Estoy convencido de que los libros no desaparecerán en el futuro, porque no han sido reemplazados en el pasado.
No hay duda de que el número de gente que ve la televisión es muy superior al número de los que leen libros, pero en eso no hay novedad. Los libros fueron siempre una actividad minoritaria. Antes de la televisión, y antes de la radio, y antes de cualquier cosa que quieran nombrar, poca gente leía libros.
Como dije, los libros son exigentes, y requieren actividad creativa por parte del lector. No todo el mundo, de hecho muy poca gente, está dispuesto a dar lo que se les pide, y en consecuencia, ni lee ni quiere leer. No están perdidos porque el libro no les llegue; están perdidos por naturaleza.
La verdad, para decirlo de una vez, es que el leer mismo es muy difícil. No es como hablar, cosa que cualquier niño medianamente normal aprende sin programa alguno de enseñanza consciente. La imitación que comienza al año de edad basta y sobra.
Leer, por otro lado, tiene que enseñarse con cuidado y, habitualmente, sin mucha suerte.
El problema es que nos dejamos engañar por nuestra propia definición de alfabetismo. Podemos enseñar casi a cualquiera (con tesón y tiempo bastantes) a leer señales de tráfico, a comprender instrucciones y advertencias de carteles y a descifrar titulares de periódicos. Siempre que el mensaje impreso sea corto y razonablemente simple, y grande la motivación para leerlo, casi todo el mundo es capaz de leer.
Si a eso lo llamamos alfabetización, entonces prácticamente todo norteamericano está alfabetizado. Pero si entonces se maravilla usted de que tan pocos norteamericanos lean libros, se está dejando engañar por su propio uso del término alfabetizado. Tengo entendido que el norteamericano medio, terminada su instrucción escolar, no llega a leer un libro completo al año.
Poca gente alfabetizada, en el sentido de ser capaz de leer un cartel que diga NO FUMAR, llega a familiarizarse con la palabra impresa y a sentirse lo bastante cómodo con el proceso de descifrar visualmente las pequeñas y complicadas formas que representan sonidos modulados como para disponerse a acometer cualquier labor de lectura extensa como, por ejemplo, abrirse camino a través de mil palabras consecutivas.
Tampoco creo que todo se reduzca al fracaso de nuestro sistema educativo (aunque el cielo sabe que lo es). Nadie piensa que todo niño a quien se enseñe a jugar al beisbol haya de llegar a ser un jugador consumado, ni que todo niño a quien se enseñe a tocar el piano tenga que ser un pianista de talento. En cualquier campo aceptamos la noción de que los talentos pueden fomentarse y desarrollarse, pero no crearse de la nada.
Pues bien, en mi opinión, leer es también un talento. Es una actividad muy difícil. Y les voy a decir cómo lo descubrí.
En mi adolescencia leía a veces comics, y diré, por si le interesa, que mi personaje favorito era Scrooge McDuck. En aquellos días los comics costaban diez centavos, pero, naturalmente, yo los leía gratis, cogiéndolos del quiosco de mi padre. Solía preguntarme, sin embargo, cómo se podía ser tan tonto de pagar diez centavos, cuando podía leerse todo el comic sin más que hojearlo dos minutos en el quiosco.
Un día, de camino en el Metro hacia la Universidad de Columbia, me encontré sujeto a una agarradera, en un vagón repleto, sin tener nada que leer a la mano. Afortunadamente, la adolescente sentada frente a mí estaba leyendo un comic. Menos da una piedra, así que me las arreglé para mirar desde arriba las páginas y leer al mismo tiempo que ella. (Afortunadamente, puedo leer al revés con la misma facilidad que al derecho.)
Después de unos segundos pensé ¿por qué no pasa la página? Finalmente lo hizo, pero tardaba minutos en terminar cada dos páginas; y al ver cómo sus ojos pasaban de una viñeta a otra mientras sus labios musitaban cuidadosamente las palabras, tuve un relámpago de intuición.
Lo que hacía es lo mismo que yo haría si me viera ante palabras inglesas escritas fonéticamente en alfabeto hebreo, griego o cirílico. Conociendo vagamente los respectivos alfabetos, tendría en primer lugar que reconocer cada letra, hacerla sonar, juntarlas después y reconocer luego la palabra. Después tendría que pasar a la siguiente y hacer lo propio. Finalmente, habiendo formado así varias palabras, tendría que volver atrás para tratar de combinarlas entre sí.
Puede apostar que en esas circunstancias leería muy poco. La única razón por la que leo es que cuando miro una línea impresa la veo toda como palabras, e inmediatamente.
Y la diferencia entre el lector y el no lector se va haciendo progresivamente más grande con los años. Cuanto más lee un lector, más información recoge, mayor se hace su vocabulario, más familiares le resultan las diversas alusiones literarias. Le resulta progresivamente más fácil y más divertido, mientras que al no lector se le hace cada vez más duro y le vale cada vez menos la pena.
El resultado es que hay, y siempre ha habido (sea cual sea el estado de alfabetización de una sociedad), tanto lectores como no lectores, formando los primeros una minúscula minoría de, calculo yo, menos de un 1 por 100.
He calculado que cuatrocientos mil norteamericanos han leído algunos de mis libros (de una población de doscientos millones), y se me considera, y yo mismo me considero, un escritor de éxito. Si se vendieran dos millones de ejemplares de un libro, en todas sus ediciones norteamericanas, sería un best-seller no desdeñable, pero aun así sólo significaría que un 1 por 100 de la población norteamericana se había animado a comprarlo. Además, estoy dispuesto a apostar que, de ese total, al menos la mitad no haría otra cosa que hojearlo rápidamente para encontrar las partes verdes.
Esa gente, esos no lectores, esos receptáculos pasivos del solaz, son harto volubles. Revolotean de una cosa a otra en eterna búsqueda de un dispositivo que les dé lo más posible y que les exija lo mínimo indispensable.
De los juglares a las representaciones teatrales, del teatro al cine, del cine mudo al sonoro, del blanco y negro al color, del tocadiscos a la radio y otra vez al tocadiscos, del cine a la televisión, a la televisión en color, a los videocassettes.
¿Qué importa?
Pero en todo momento, la fiel minoría de menos de un 1 por 100 se queda con el libro. Sólo la palabra impresa puede exigirles tanto, sólo la palabra impresa puede forzar su creatividad, sólo la palabra impresa puede cortarse a la medida de sus necesidades y deseos, sólo la palabra impresa puede darles lo que ninguna otra cosa puede.

El libro puede ser lo antiguo, pero es también lo último, y los lectores nunca se dejarán seducir a abandonarlo. Seguirán siendo una minoría, pero seguirán.
Así que, no obstante lo que dijo mi amigo en su conferencia sobre los videocassettes, los escritores de libros no serán nunca reemplazados, ni pasarán de moda. El escribir libros puede no ser un medio de enriquecerse (vamos, ¿qué es el dinero?), pero como profesión estará siempre ahí.